miércoles, 23 de marzo de 2011

Agustina me dicen.

Hace cientos de años, o algunos cuántos nada más; existía una yo diferente, una persona que se llamaba Agustina por cédula, pero no se sentía la verdadera. Fácil máscara de oro y cal, escondía mucho más que un nombre.
Un día alguien lejano o tal vez cercano me puso un apodo, no me negué a usarlo, ya que sonaba a otra cosa, a no ser yo, y en ese momento a eso me dedicaba, a no estar en mi misma. Me lo gritaban por la calle, me lo escribían en los cuadernos, me lo mandaban por mensajes, me llamaba Guti, no Agustina. Es probable que me llamaran así por diez años, o tal vez por solo cinco; pero hoy me parece una interminable eternidad, incansable para algunos, aburrido para mi.
Creía que ser yo estaba mal, no era corriente, no era normal. La niña refugiada en sus burlas y falsedades, la mariposa hermafrodita acurrucada en el corazón. "No se puede ser así, esto está mal, se va a pasar". Miraba cuerpos incorrectos, creía cosas defectuosas del saber.
Luego de tiempo encerrada en los barrotes duros de la sociedad, abrí la cabeza y me dejé llevar. "Me gustan las minas", le dije a mi mamá. "Son cosas de la edad", le dijo a mi tía. Si vos supieras, que si la veo sonriendo se me van las dudas del mundo. Me vuelvo Sócrates creyendo en dogmatismos puros.
Mírame ahora, muchacha de ojos negros, bailarina de ballet; y dime si ves a la niña que se sentaba contigo en la escuela y soñaba tocar tu cabello en secreto, oliendo el perfume de mil sueños por cumplir.



R.C

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