jueves, 25 de noviembre de 2010

Adormilarse mata corazones.

No podía dormir; las palabras brotaban en mi mente como los pimpollos brotan en plena primavera. Necesitaba pasarlas a papel, para que la tinta manchara los recuerdos que haciendo pedazos dentro rememoraban a la conciencia sin cesar. No lloraba, nunca lloré por amores vanos, simplemente no soy yo. Pero a veces, es preferible llorar a tener que vivir con la pena en el corazón para siempre. Grandes espinas clavadas en el alma, que intentando salir, se unden cada vez más, y más, y más.
El amor no puede ser otra cosa que esto, hermosa bola de ternura, hasta el punto en dónde esa ternura empieza a carcomer los sentidos y se hace cada vez más fuerte devorando todo a su paso. ¿Quién dijo que el amor era bello? ¿Por qué pintan al mundo de rojo corazón e inventan a Cupido? ¿Para lastimar a los más débiles, que creyendo en los cuentos de hadas, caemos hacia el abismo que este creer conduce? Me da miedo verte a los ojos hoy; no quiero pensar en tus manos sobre mis hombros, uniendose en un cálido abrazo. No quiero verte. No quiero sentir que estás cerca. No quiero saber nada tuyo. Porque cada vez que pasa algo de eso, siento que vivo de vuelta, que en mi interior un duende vestido de dulces salta revolviendo los cajones vacíos y limpiando el polvo que hay entre los costales de mi corazón. Para luego, al irte, sentirme vacía; porque cuándo tu te vas, el duende que reside en mí se acuesta a dormir, dejando de saltar y de limpiarme, para solo despertar cuándo tu vuelvas.
Pero cada vez que vuelves, yo ya no quiero que él salte, porque sé el dolor que causa cuándo se adormila, y sé que no salta de esa forma con nadie más, aunque yo lo quiera así. Porque ese duende no me deja elegir quién lo puede despertar, y aunque yo me haga la dura, tengo claro quién lo hace y quién aunque yo lo intente no logra darle el beso que despierta su alegría. Porque ese duende maldito no me hace caso, y se cree rebelde al tener el poder de mi corazón. Pero tú, podrías matarlo un día, al nunca más venir a verlo, o solo dejandolo despierto, mientras él se desvela y se muere de sueño.




R. Cadmio

lunes, 22 de noviembre de 2010

Perlas y palabras.

Te quería ver, quería que volvieras. No imaginaba estar un día más lejos de ti. Precisaba mirarte a los ojos y que me entendieras, sin necesidad de intercambiar palabras vanas que solo confunden mentes.

Necesitaba verte pasar siquiera; con ese andar rápido, creyendo que te llevabas el mundo por delante, aún cuándo tú no fuera una de esas. Frágil perla que perdida en el fondo del mar, trata de sobrevivir sin los nácares de los que estuvo rodeada en toda su vida como perla hermosa.

Hace tiempo que venía pensando en cómo decírtelo, y aquella forma no fue pensada, simplemente salió desde lo más profundo del cuerpo, desde un lugar dónde la razón y el sentir se confunden de estado y terminan uniéndose hasta formar un néctar único que sirve para no dejarse llevar por las aguas duras que golpean corazones en noches de tormenta.

No quería, te juro que no quería. Pero con cada grito que emanaba tu boca yo me desesperaba; solo el pensar de tu huida en medio de la noche me hace sentir escalofríos. Estaba acostumbrada a vos, equivocada con mi forma de pensar, aturdida por los gritos y las manos que buscaban algo a lo que aferrarse sin ver que hacían. Tenía miedo de perderte, de no verte más, de no despertarme nunca más sosteniendo tu mano entre las mías, sin sentir el calor de tu abrazo por arriba de mi hombro.

No dejaba de pensar, mientras escuchaba el concierto para primer violín y orquesta. Sentía como sonaban esos violines de la misma manera que sonaban en mi cabeza todas las ideas revueltas, mezcladas en un mar de neuronas salvajes que, queriendo escapar, buscan consuelo en la música mágica. En esos violines hermosos. En el recuerdo de tu voz.

Y así apareciste un día, riendo sin ganas, con esas cicatrices en el cuerpo y en el alma. Te presté un millón de sueños para que te reconfortaras. Te dí mis más buenas caras, te sujeté al levantarte, y quise no preguntarte el porqué de todo esto. Quién te había hecho ese daño, y porqué me habías hecho daño a mi. Pero disipaste todas las dudas cuándo me miraste. Me di cuenta de que nunca podría haberme enojado contigo por dejarme a la deriva, que siempre te esperaría a pesar del dolor en la garganta, que el llanto que había amargado mis días ya no resultaba tan amargo; pero ¿porqué? Supongo que porqué me amabas, aún siendo perla en el fondo oscuro, y yo te había dado el corazón aún cuándo las palabras me confundían.



Rubidia.